diciembre 21, 2024
Dani MoraOpiniónPortada

Vivir con ansiedad

Empezaré este texto admitiendo lo mucho que me ha costado poner sobre el papel la descripción de este monstruo. Uno que en muchas ocasiones define el día a día de miles de nosotros y la vida moderna en general.

Contrario a lo que se pueda pensar, no es fácil describir a la ansiedad. Tampoco es sencillo identificarla cuando no se tiene acceso al acompañamiento profesional adecuado. Sobre todo, porque el acceso a la salud mental en un país como el nuestro es un privilegio.

Hace unos años, Brittany Nichole, una chica estadounidense compartió a través de su plataforma de Facebook una valiente descripción de lo que ella siente cuando habla de ansiedad:

“La ansiedad no es solo tener dificultades para respirar. Es despertarse a las 03:00 de un sueño profundo porque tu corazón está a punto de explotar. Ansiedad es que te salga un sarpullido sin razón alguna. Es estresarse por cosas que pueden o no ser reales (…) La ansiedad es una ducha a las 02:00. Es que tu estado de humor cambie en cuestión de minutos. Es un temblor y sacudidas incontrolables. Es llorar, lágrimas reales y dolorosas. Es sentir náuseas. La ansiedad es incapacitante. Es oscura. Ansiedad es tener que poner una excusa tras otra por tu comportamiento. Es miedo, preocupación. La ansiedad drena física y emocionalmente. Es brutal, real. Es pelearte con tu pareja, aunque no estés enfadado. Es saltar ante la menor molestia. La ansiedad son flashbacks. Es ‘y si’. La ansiedad son muchos ‘qué ocurre’ y ‘no lo sé’”.

Ahora mismo intento contener mis lágrimas. He pasado todo el día con la estremecedora sensación de que algo terrible está por suceder. Con ganas de llamar a todas las personas importantes en mi vida solo para saber que siguen ahí. Me siento identificada en la descripción de Brittany, y ya que estamos poniendo todo sobre la mesa, admitiré que la ansiedad también paraliza. Hay días en los que me convierte en una cobarde incapaz de enfrentarse a las tareas más simples. La ducha y el cepillo de dientes, por ejemplo, se me plantean como enormes colinas a las que me siento incapaz de vencer. Debo sentarme unos minutos, enfocar mi mente en un punto fijo y respirar de modo consciente. Un paso a la vez -me digo- mientras intento convencer a mi cuerpo de levantarse y avanzar.

En otras ocasiones el monstruo se para frente a mí y me nubla el pensamiento. Hay días en los que no me siento capaz de hilar dos frases seguidas y siento que todo a mi alrededor está a punto de derrumbarse. Siento como si mi vida fuera un escenario y las tablas estuvieran a nada de caer.

Es un miedo hueco. El pánico no tiene sustento, pero está ahí y el racionalizarlo no lo desaparece. Cuenta hasta el 100 -me vuelvo a decir- y me apresuro a tomar cualquier objeto que tenga a la mano para repasar su forma una y otra vez.

Hace años, me recomendaron ansiolíticos para controlarla. Mi temor a la tolerancia y adicción me hicieron desechar la idea. Eso y que la ingesta de pastillas debe ir de la mano con la terapia, cosa que en este país es prácticamente un lujo. Me decanté por las otras opciones: ejercicio, meditación, CBD, respiración consciente y cualquier alternativa que va surgiendo en el aprendizaje experimental de vivir con ansiedad.

Hemos patologizado la vida cotidiana, me decía alguien. Hay ansiedades buenas, decía alguien más. Algunas te ayudan a ver dónde están tus límites. Tengo la esperanza ferviente de que llegue el día en que tengamos las herramientas para diferenciarlas y trabajarlas. Por ahora, hay temporadas en las que la ansiedad me aísla de mis amigos y seres queridos, que me cierra el estómago y me deja días sin comer. Por ahora, intento que el experimento y error me saquen adelante después de cada crisis.

Si han llegado hasta aquí, deben saber que esto ha sido difícil en varios niveles. Vivirlo y admitirlo a viva voz me hace sentir la opresión en el pecho y el temor a ser juzgada. Sin embargo, no quiero contribuir a que los riesgos asociados a la salud mental se queden bajo la alfombra por la necesidad de aparentar que tenemos todo bajo control.

Hablar de esto debería ser el primer paso hacia una política pública sobre salud mental.

 

Por: Dani Mora – @DaniMSantacruz

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