Epifanías o la ausencia de luz
Lo único que queda es la espera: lo peor es que ni siquiera sabemos qué aguardamos.
¿Qué hay más allá de la oscuridad y el silencio de las horas sino delirio, fatalidad, incertidumbre? Así nos han controlado: desentrañando nuestros temores. ¿De verdad constituimos un país? A veces lo dudo. Quizás “El Nuevo Ecuador” sea solo una palabra para definir nuestra locura, una excusa para sentirnos más cerca de nuestro sin sentido. Nos cambiaron de nombre para re-bautizarnos, reinventar nuestras vidas, y así, transformar nuestros recuerdos y arrancarnos nuestra escasa memoria.
¿Qué tipos de tinieblas nos pueblan ahora?
Pienso en Durán, la ciudad agonizante donde parecería que la noche y sus demonios han encontrado un enclave eterno donde jamás se hallará luz o paz alguna. Rememoro a la Amazonía, asediada por la brea del olvido y la destrucción; a los páramos yermos, que como los cuvivíes de Ozogoche, mueren en el misterio; ¿cuántas lágrimas, cuánta sangre, cuánta sonrisa infame cargan nuestros mares, tinieblas violentas y azulosas donde zarpan buques cargados de cocaína?
Nadie se esperaba tantear la penumbra, temblorosos, sin destino.
En Palo Quemado se silencia la dignidad con armas que marchan al son de proyectos falaces y laberínticos, de burocracia vampírica que no hace más que corroernos el espíritu y alimentar un odio fratricida, caníbal. Cientos de almas hacinadas en las cárceles, anuladas y estigmatizadas, resultado de la fallida Guerra contra las Drogas, descartadas y negociadas por el empresariado mafioso. La cárcel, no lo olvidemos, se sostiene porque el Estado encarcela a las personas empobrecidas, se mantiene debido a la ausencia de institucionalidad y se potencia su deshumanización gracias al neoliberalismo.
La silueta cadavérica del mundo se aferra a nuestra culpa, herida.
El ruido de los generadores lacera tanto como el hambre al que cientos de miles quienes habitamos en Ecuador nos encontramos sometidos por la glotonería vil de unos pocos imbéciles malvados. Dormimos en una tumba de aire viciado y ansiedad tortuosa. Ninguno de nosotros está seguro de librarse de esta prisión, de esta tenebrosidad impuesta, de este Ecuador oscuro encarcelado en las regiones más ocultas de la política y sus sistemas oficiales. Es nuestro el vaivén de un deseo que nos salva y nos condena: la esperanza vaciada en la representación de una democracia –máxima expresión del masoquismo– que nos destruye y nos resucita.
En la noche y en la niebla.
Este país/cuento no es más que nuestro reflejo, nuestras muertes, la inaprensible fe que padece entre lo real y lo imaginario, territorio de necios, farsas y veranos insomnes. Escudriñado en nuestra locura, nos entregamos a secretos vergonzosos de ladrones que se asumen predestinados a (cor)romper las conciencias con el regalo envenenado de su hipocresía nacionalista y zalamería gubernamental. Como los delincuentes que son, siempre regresan a los lugares de sus crímenes: ministerios, secretarías, embajadas, consulados, medios de comunicación, juzgados, fiscalías, presidencias.
Por Sebastián Vera