diciembre 23, 2024
Andrea PalmaOpiniónPortada

El mito de la “mano dura”

Imaginemos por un momento que usted acaba de cometer un error en su lugar de trabajo y su jefe le responde con una fuerte bofetada. Cuando llega a su casa, su pareja tiene listo el cinturón para enseñarle una que otra lección y luego usted domestica al perro y al gato con gritos y patadas. Entre adultos, estos comportamientos son inaceptables, se consideran un delito. Sin embargo, cuando se trata de niños y niñas resulta “necesario” aplicar la mano dura para dar lecciones que bien podrían enseñarse desde el amor y el respeto.

En nuestra sociedad existen muchas viejas prácticas de crianza con violencia que, además, son sostenidas y defendidas por los mismos receptores del maltrato. Gracias a la “mano dura” de sus padres, algunas personas aseguran haber forjado un carácter fuerte y no solo eso, sino que el “éxito” de nuestra sociedad se asienta sobre el viejo método del grito y el castigo físico.

“A mí de pequeño de pegaban y mírame, nada me ha pasado”, dicen con soltura. Según estas delirantes fantasías, después de una infancia con episodios de golpes, gritos y humillaciones, el mundo se llena con seres de luz que emanan una paz infinita y una salud mental impecable.

La realidad es mucho más compleja. Basta con revisar la literatura científica disponible en cuyas conclusiones, los efectos de la violencia física en la instrucción familiar son decididamente devastadores. Y es que la severidad del castigo físico es una variable, pero no significa que los correazos y los jalones de orejas sean menos lesivos que una brutal golpiza. La violencia en el hogar es un patrón de conducta que moldea el cerebro infantil de maneras que son imposibles de ignorar a largo plazo.

A nivel físico, el daño de la violencia en la infancia es directo, pero no solo es cuestión de moretones. La respuesta al estrés que se activa en el cerebro de los niños maltratados puede alterar el funcionamiento del sistema nervioso central, incrementando el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, hipertensión y otras complicaciones a futuro. Es decir, la violencia no solo prepara a los niños para enfrentar la vida «como adultos», sino que también les regala un boleto anticipado hacia diversos problemas de salud.

A nivel cognitivo, la exposición constante a la agresión disminuye el desarrollo del pensamiento lógico y afectivo; el aprendizaje, la memoria y la resolución de problemas no serán iguales entre niños que viven en contextos de crianza respetuosa frente a otros que reciben castigos físicos. De hecho, el factor “violencia” tiene una relación innegable con los trastornos del aprendizaje y con los problemas para desarrollar relaciones sociales saludables.

A nivel psicológico, la violencia en la crianza, incluso un solo episodio, puede ser determinante y generar en la persona trastornos de ansiedad, depresión, estrés postraumático y un largo etcétera.

Es cierto que muchos padres se sentirán desesperados en algún punto porque la «disciplina» violenta suele frenar casi instantáneamente una conducta indeseada. Esta forma «eficaz» de educar puede hacer que el niño se comporte, pero lo más probable es que también se quede sin herramientas emocionales para manejar las complejidades de la vida adulta, sin mencionar que la mayoría de los padres suelen sentir remordimiento y estrés emocional después de agredir a sus hijos.

Esa «fortaleza» de la que tanto se jactan los defensores de la mano dura, es tan solo una fachada construida sobre la inseguridad, el miedo y el dolor emocional.

¿Es posible una crianza sin violencia?

Los niños pueden aprender a comportarse y a ser responsables sin necesidad de ser violentados. La disciplina respetuosa no es “blanda” o “ineficaz”, se basa en el entendimiento, la empatía y la paciencia necesaria que permite a los adultos gestionar hasta la peor de las pataletas y al niño aprender a gestionar sus emociones de forma saludable.

Un entorno en el que el amor y el respeto son las bases de la educación ayuda a los niños a desarrollar una mayor autoestima, empatía y habilidades sociales, todas ellas esenciales para formar una sociedad más equilibrada. No se trata de ser condescendientes ni “alcahuetes”, sino de ser conscientes de los efectos dañinos de una crianza agresiva y elegir otro camino, uno más humano.

La próxima vez que escuche que “una palmada nunca hizo daño a nadie”, recuerde que las consecuencias no se quedan en la epidermis, por lo que cabe empezar a cuestionar la creencia de que el maltrato es una herramienta legítima de crianza.

 

Por Andrea Palma

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