Una mirada crítica al proceso de securitización del Ecuador
El miedo nunca es un buen consejero y jamás debe ser una variable en la política de Estado. Sin embargo, en Ecuador, en más de una ocasión parece ser el mejor aliado del populismo demagógico. Esto se hizo evidente cuando el país elevó de nivel a los grupos criminales y les declaró la guerra, en un excelente acto de comunicación política, pero un pobre ejercicio de política pública.
Cada vez está más cerca el segundo año desde que el presidente Daniel Noboa declaró que Ecuador estaba en un conflicto armado no internacional. Desde entonces, de forma gradual, se ha ido alterando la naturaleza del Estado ecuatoriano para responder al fenómeno criminal como foco central de la agenda gubernamental, pero también como centro de gravedad de la mayoría de la vida cotidiana del ciudadano promedio.
Por un lado, es natural. Para la mayoría de la gente fue un golpe inesperado, pareciendo que, de la noche a la mañana, el Ecuador se volvió el país más violento de la región y uno de los más violentos del mundo. El llamado a medidas “duras y contundentes” ha sido por demás bien recibido por un porcentaje mayoritario de la población. No obstante, para quienes trabajaban más de cerca con la gestión del Estado se sabía que su contracción forzada por medios políticos, favorecía drásticamente a la criminalidad organizada para que ocupara los espacios que el Estado había abandonado, casi voluntariamente.
Y aunque la administración del presidente Noboa atina a recuperar el papel del Estado, no solo en su rol prioritario en la garantía de seguridad ciudadana, sino que a través de la inyección de recursos en los segmentos donde los grupos criminales reclutan a sus bases, lo cierto es que se debe advertir el riesgo de cooptación del Estado por parte de un proyecto político único que se blinda además de una alianza sin salvaguardas con las fuerzas de seguridad. Este error le ha costado al Ecuador caro demasiadas ocasiones durante su historia.
Por un lado, con plena consciencia de que el crimen organizado ha hecho esfuerzos significativos para colarse en las filas tanto de la Policía Nacional como de las Fuerzas Armadas, no se han hecho suficientes esfuerzos públicos como para depurar a estas instituciones. Al contrario, la postura oficial ha sido de blindaje, generando un espacio para la impunidad, que los propios actores criminales pueden sacar a su favor, solo teniendo que fingir lealtades políticas para continuar con sus actos delictivos. Por otro lado, esa misma politización pone en riesgo a las instituciones de seguridad, impidiendo que sean un activo leal al Estado, transformándose en núcleos del gobierno de turno.
En Ecuador, como en cualquier Estado de Derecho, las fuerzas de seguridad del Estado le deben obediencia al poder civil y no tienen el espacio para deliberar si es que obedecen o no a quien ha obtenido la legitimidad democrática. No obstante, esta condición no implica, o al menos no debería implicar, servilismo. Sobre todo, cuando la falta de acciones estructurales perpetúa las amenazas contra el Estado. Desde que se declarara el conflicto armado no internacional, Ecuador no termina de concretar una estrategia que pueda poner fin a la escalada de violencia y penetración de la criminalidad organizada en el país.
El primer semestre de 2025 cerró con un incremento de más del 46 % de muertes violentas en comparación con 2024. Los secuestros se reportan como uno de los fenómenos más comunes. Las cárceles, militarizadas, no consiguen pacificarse y se siguen registrando muertos, armas y drogas en su interior. El sentimiento de la población se sigue amortiguando por la esperanza de un pueblo históricamente resiliente y de un esfuerzo titánico de conectar con actores en el exterior para recibir apoyo a las medidas para contener un país que hace aguas por todos lados.
No obstante, entre los peores escenarios a los que se podría enfrentar el país es transformarse en una réplica (con sus respectivas adaptaciones) de un modelo como el del Estado colombiano, donde la violencia se normalice y se tolere la existencia de bolsillos de inseguridad, siempre y cuando existan cúpulas “seguras” donde la violencia no tenga tanto alcance. La salida al miedo no debería ser el abandono al proyecto de Estado de Derecho y de bienestar, en un conformismo complaciente. Las conversaciones casuales no pueden (o no deben) transformarse en un contador de muertos o de desaparecidos.
El Estado fallido no es únicamente aquel en el que el Estado incumple con sus misiones fundamentales, sino también aquel que tiene una nación derrotada. Es cierto que la administración del presidente Noboa consiguió el apoyo de una mayoría amplia, pero los esfuerzos para satisfacer las necesidades de las minorías no se vislumbran. Varios han reflexionado en el pasado sobre la identidad de Ecuador, tal vez destaca mucho el ensayo de Jorge Enrique Adoum, y no se debería perder en el presente esa reflexión. Poner un freno a la violencia es importante, pero ese freno no debe venir acompañado con la pérdida de otros derechos y libertades. Acabar con la violencia en Ecuador no debe implicar la invisibilización del otro.
La instauración de discursos que justifiquen la dictadura, el abuso de poder, y los excesos de los políticos de turno fue justamente parte del detonante que abrió las puertas al ciclo de violencia que sigue vigente en Ecuador. ¿Cuándo le llegará al país una etapa donde las acciones de Estado se antepongan a las agendas personalistas? La respuesta parece estar lejos del futuro inmediato.
Por: Bernardo Gortaire Morejón