La balada del país triste
El país de por sí ya es una herida, perdida para la sutura, olvidada por quienes creen dar sus mejores puntadas. Los veranos fueron de un calor y silencios rabiosos; este invierno, crudo, extraño. Dios ya no aparece en sueños. Su cara asexuada ya no es visible para nuestra larga mirada de congoja, y su alma viviente pasea ignorada en las calles de los barrios. En este país hubo una vez democracia, hasta que un hombre terrible causó desastres, dejando destrucción en su camino.
Para lo único que resulta tener buena mano, es para meterla donde mejor le conviene. Junto a sus amigos, oportunistas y malvados, convirtió de la noche a la mañana al país en una hacienda personal. La única utilidad que ve en la gente, en el Pueblo, es poder sacar dinero a como dé lugar. Su pasión está dirigida hacia los pleitos y los tribunales, herramientas “legales” para sostener su existencia pérfida.
Desde que se hizo con el poder, Nobita Nobi pasó de su plano ficticio en el anime y manga de Doraemon para nombrar a la personalidad de un hombre –como el personaje cobarde, caprichoso, infame, rencoroso-. Sin un gato cósmico que pueda solucionar -realmente súper mejorar– su vida, resuelve problemas a punta de leguleyadas, para hacerlas pasar como trabajo o “juicios especiales”.
Es del tipo de personas que se distingue por su afición a los espectáculos. Pueden ser de dos tipos: de feria distante como mítines políticos arreglados –visitas a territorio forzosas y forzadas– y de riña de gallos, en redes sociales o presencialmente con FF.AA., Policía y Fiscalía a disposición. No hay nada más entretenido en su vida plástica que las aberraciones que crea, a manera de demiurgo, entre decretos irregulares, políticas deformes y demás crueldades audaces.
La verdad es que se comporta con su “país” lo mismo que si hubiera sido nombrado gerente a dedo de alguna empresa familiar. Esconde su desagrado al servicio detrás de unas gafas oscuras, las cuales revelan su verdadero carácter y esconden sus pensamientos más íntimos en su cargo de “Comandante en Jefe”. Más que analizar y solucionar los problemas de su país adoptivo, los contempla con igual indiferencia que el zumbido soñoliento de un zancudo al que puede aplastar.
En algún lugar de sus noches, guarda celoso un mantra que solo él puede escuchar, formado por dos palabras que muchos consideran ajenas a su actuar despótico: “Presidente Noboa, Presidente Noboa”. Las repite una y otra vez convencido por lo bien que suenan en su cabeza y lo que le produce escucharlas de sus lacayos: una sonrisa al margen de toda desgracia provocada por su pereza dantesca.
Sí, el país es una herida. En sus caminos destruidos, rojos de sangre y húmedos de lágrimas, solo se oyen súplicas y oraciones más torcidas y leves, enfermas de ensueños. Dicen que si pasas por el Centro Histórico de Quito y te colocas frente al Palacio de Carondelet podrás escuchar el resoplido doloroso de una voz que, falta de su antiguo rigor, rota y triste, te susurra al oído las siguientes palabras: “Viva el Ecuador. Viva la Patria”.
Por Sebastián Vera