julio 8, 2024
OpiniónSebastián Vera

¿Cuándo empieza a perder el periodismo?

Los periodistas/comunicadores somos monstruos que reclamamos lo único que nos garantiza existir: la completa atención de una audiencia. Allá donde vayamos, una sombra nos acompaña. Esta devora, entre la repulsión y el amor, todo aquello en lo que trabajamos. Nuestra luz es horrorosamente defectuosa, por lo que se supondría que nuestra caricatura imperfecta se debe a los límites de las acciones que imposibilitan nuestra locura.

Sin reconocernos mortales, humanos, no existiría ni diversión ni congoja ni esperanza en el oficio. Al menos esto, ser brutalmente honestos con nosotros y el trabajo, implicaría que, a manera profesional, nuestra satisfacción no sea una simple masturbación del ego y la vanidad que conllevan las máscaras de la exposición mediática –además de la necesidad y el miedo de satisfacer a los demás–  sino de integridad, transfigurada por una profunda insatisfacción con la realidad, ansia de querer existir en equilibrio.

En el mundo comunicacional hegemónico, es decir, el auspiciado por los poderes de turno y sus administraciones infinitamente desquiciadas, el llamado “interés nacional” es camuflado como interés de clase, para de esta manera construir el sentido común que sostiene a la hegemonía: por ejemplo, llamar analistas políticos a personas abiertamente fascistas, analistas económicos a viejos cobardes y corruptos, o libertad de expresión a canales de televisión que no son más que amplificadores de propaganda.

Mientras esto ocurre, el Estado pasa por una crucifixión post-mortem de Pescado Rabioso, sin presagios de lo que vendrá más que el absurdo cómico de los intentos gubernamentales por hacernos creer que “resuelve” y que “trabaja”. El gran problema al que nos enfrentamos en ese mundo, en esa sociedad-máquina aceitada por mentiras y corrupción, frágil en su superficial sensación de placer mundano, es que aparezcan periodistas/comunicadores adictos a su devoción del entretenimiento.

¿A qué llamo entretenimiento? A la broma infinita de acumulación de (des)información con poco criterio que no supone más que la corrosión de las narrativas, discursos e ideas que nos permitan crear un verdadero debate crítico de la coyuntura. Para quienes “Ecuador es un mejor país”, para los premiados adalides del periodismo, para los que hacen comunicación de manera veraz y a su manera, para los “independientes, cuestionadores y visionarios”, les cuesta admitir que, fuera de las pautas, de los vetustos discursos polarizantes, de enfoques sesgados y análisis de tuétano verde, el país va más allá de un camino derechito y, cito, “patéticos lugares comunes”. ¿Cómo se empieza a perder en el periodismo? Cuando la mirada ya no se enciende más al nombrar al Ecuador y sus ausencias sino al juego burdo, anacrónico e indeseable del poder de turno, y ocurre en todas las direcciones: izquierda, derecha o centro; cuando muere el cuestionamiento y la rigurosidad investigativa para darle paso a las “voces oficiales” que, justamente por su oficialidad, al parecer, no merecen escrutinio alguno.

La vida ha llegado a convertirse en un turbio baile para conseguir lo necesario y así (sobre)vivir, bajo la premisa de que todo tiene un precio y que es el dinero el que gobierna conciencias y almas. Sin embargo, entre los grises de esa danza, la luz soñolienta del buen periodismo puede y debe incomodarnos, todos los días, todo el tiempo; aún cuando nuestros vínculos sean simplemente alienaciones y maldiciones, todavía existe la posibilidad de vernos en el espejo y cambiar las calamidades por nuevas posibilidades.

 

Por Sebastián Vera

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