abril 17, 2025
OpiniónPortadaSebastián Vera

Esmeraldas, la joya olvidada

Nunca pensé ni he pensado en Esmeraldas como un destino turístico. Cada travesía hacia su misterio es parte de un rito iniciático, comunión espiritual y participación comunitaria. Sus venas terrosas siempre me llevan hacia rincones silenciosos, de atmósfera encantada, donde ahondan y encallan peligros más allá de las fotitos en el Peñón del Suicida, del bullicio de Atacames o la aniñada fantasía resort de Mompiche, Same o Tonsupa, lugares envueltos en el vaho turístico grisáceo de multitudes que llevan consigo basura y ruido.

Sus noches son clandestinas. En determinados espacios, el monstruo insaciable de la criminalidad se hace presente entre la violencia, pactos y disparos. “Eran muy jovencitos como para que terminaran de esa manera”, me dijo Mabel* sobre el asesinato de 4 adolescentes hace algún tiempo atrás que, al jugársela entre la pobreza y las promesas de una mejor vida, optaron por sumarse a las vidas desechables de las que el narco hace suyas para su maquinaria necrófaga. Aún entre toda esa muerte, cuando los cielos se destiñen, los arrullos y chigualos al Cristo de las Aguas se elevan desde el rugido del corazón verde.

La fatiga del hambre puede empujarte hacia la neblina como un pájaro desesperado y extraviado. Pescadores artesanales –extorsionados algunos, con malos presagios otros– cambian de carga en el mar. Esa gigantesca mandíbula ya no se abre para la pesca sino para los cargamentos de diésel o droga. “Diosito querrá que salga pronto de aquí. Mientras tanto debo cuidarme”, le decía en un mensaje de texto Alex* a su tía, luego de que lo encontraran culpable por  posesión en altamar de bidones de diésel para “lanchas rápidas”. Cumple una condena de 10 años en la Penitenciaría del Litoral.

Por las carreteras, hay propiedades cargadas de fantasmas y espejismos de rumores de batallas concertadas en secreto. Las plantaciones de verde, naranja, limones o cacao guardan el aire falso e insustancial de esos oasis que, en el sosiego rural, se disfrazan frustradas. En los rincones más alejados, donde los grillos callan, los gallinazos rapaces confabulan. Los runrunes, que se extienden en las calles como agua en las bateas, ahuecan las verdades a medias para roerlas y encontrarles pulso. Dicen por ahí que en esta tierra no hay negocio que tenga paga completa: siempre hay una deuda pendiente.

Ahora, esa pequeña llama sostenida por la cera compacta de las oraciones de cientos de miles de esmeraldeños y esmeraldeñas, parece debilitarse. La contaminación se esparce como murmullo entre ríos muertos, mangles asfixiados, pieles con laceraciones, pulmones quemados y bocas sedientas. La Provincia Verde lleva el desagradable olor de la ineptitud racista de unos pocos en sus tierras, que depreda su oro negro, sus bosques, sus mares, sus vidas. Al fondo del olvido, la esperanza.

 

Por Sebastián Vera

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