Salud mental en tiempos bélicos
Como si se tratase de una cruel pesadilla, los ecuatorianos y ecuatorianas estamos atravesando días oscuros. Desorientados, casi sin consuelo, vemos las noticias a diario y el corazón se nos hace cada vez más pequeño. No comprendemos en qué momento nuestros sueños de paz y prosperidad se transformaron en esto que hoy llamamos «país», un espacio desdibujado donde fenómenos como la extorsión, el narcotráfico y ahora un conflicto armado interno minan la salud emocional de la población civil. Como si fuera poco, nuestra dieta alimenticia consta de metales tóxicos y nosotros ni enterados estábamos.
Cierto es que nunca fuimos un país exento de dificultades, pero la crisis social nos ha sobrepasado. Nuestra vida corre un riesgo constante. Cada vez es más difícil conciliar el sueño. Nuestros seres queridos, si no han perdido sus empleos o cerrado sus negocios, salen a trabajar y no sabemos si los volveremos a ver. Niños y niñas asisten a la escuela esquivando balas y no, no es el guion de una macabra película de terror, es una pequeña muestra de nuestra vulnerabilidad.
Aquella última migaja de esperanza que nos quedaba la hemos apostado en recientes decisiones políticas, que acertadas o no, representan una alternativa a la absoluta inacción. Sin embargo, la palabra «guerra» ha entrado en escena y su implicación no es tan fácil de digerir. Esa palabra tan corta y enorme a la vez está latente en cada rincón del mundo, en cada narrativa, porque la guerra además se escribe en todos los idiomas.
Pero me pregunto constantemente, ¿qué va a pasar con la salud mental colectiva?, ¿cuáles serán las secuelas de sobrevivir a este periodo de incertidumbre?, ¿somos conscientes de que todo este estrés deteriora nuestra calidad de vida? La guerra, en cualquiera de sus formas, es solo una fábrica de trastornos mentales, lo dice la misma Organización Mundial de la Salud (OMS).
En estudios recientes sobre la relación salud mental-conflicto armado, se habla de la importancia de retomar las condiciones sociales, económicas y culturales de la población lo más pronto posible, apuntando a un equilibrio entre el individuo y el medio que lo rodea. También se refuerza la idea de entender a la salud mental como un conjunto de dinámicas que nada tienen que ver con estar o no estar loco, ya que un conflicto armado es un tipo de violencia que penetra en los tejidos sociales, trae dolor a las familias, intensifica las brechas socioeconómicas, genera tristeza, ansiedad y estrés. Ante un evento de tal magnitud, es de esperar las mejores posturas institucionales, pues del Estado dependerá el desarrollo de un diálogo adecuado, pero ese acompañamiento psicosocial (accesible) no es una materia que debería postergarse.
Según el Ministerio de Salud de Ecuador, nuestro país ocupa el décimo lugar entre los países con los índices más altos de depresión. Este complejo trastorno afecta al 4,6 % de la población adulta y la confrontación política así como la violencia estarían entre las principales causas de su agudización.
Entre las recomendaciones de los expertos sanitarios están: el acompañamiento psicológico, la actividad física y una dieta balanceada (que no incluya arsénico y plomo, por supuesto). Pero además, resulta que a veces es necesario recobrar el sentido de la comunidad, porque los conflictos armados quebrantan los lazos de solidaridad entre la población, deterioran los niveles de productividad, generan miedo en todas las franjas etarias y por ello las estrategias de sanación en contextos bélicos apuntan a la reparación de la identidad cultural, al intercambio de experiencias, a la lucha por los derechos y la equidad, etc. Luego otro gran reto: acortar la distancia entre personas que desde la pandemia nos sentimos muy seguras entre el individualismo y el aislamiento.
Entonces, la salud mental, ya sea individual o colectiva, es sin duda un argumento para incluir en las lecturas, porque cuando tengamos que recoger los pedazos que nos queden de sociedad, se requerirá –como ha sucedido en diversos momentos de la historia mundial– de una intervención integral que sane las enormes heridas que existen entre la población, heridas que trascienden generaciones.
Por ello cabe desarticular algunos paradigmas para dar paso a espacios de aprendizaje e iniciativas de cuidado comunitario. Lo cierto es que mientras los gobiernos se ocupan de restablecer lo que ellos llaman «orden», el esquelético sistema de salud soporta una asignación presupuestaria insuficiente y en hospitales desmantelados apenas se logra gestionar el sufrimiento físico de las familias. Paliar el sufrimiento psíquico, darle la importancia que merece suena utópico, no obstante, brindar atención psicológica en situaciones de conflicto armado es siempre una cuestión de voluntad política.
Por: Andrea Palma – @andreapalmaec